El Jardí de les Hespèrides, Lord Leighton, c.1892 |
Primavera. Els dies s'allarguen, les al·lèrgies es revifen, les flors ens fan mantenir l'esperança que, malgrat tot, la natura s'obre pas. I la publicitat s'aprofita d'aquest estat d'ànim i ens ven paradisos (artificials?): hotels de luxe, platges verges, viatges exòtics i dietes miraculoses per arribar-hi com cal i amb biquini nou. Perquè, en el fons, sempre estem enyorant aquell paradís perdut. Totes les cultures l'han imaginat, un lloc ple de meravelles on els homes eren feliços, no es treballava i la natura proveïa.
Els grecs tenien el Jardí de les Hespèrides, amb un arbre central de pomes daurades que convertien en immortal aquell que en menjava. Havia estat un regal de la mare terra (Gea) a Hera per les noces amb Zeus. Les Hespèrides eren filles de la nit. Hesperos era l'estrella nocturna –el planeta Venus vist a la tarda–, que per als romans serà Vespero (d'aquí procedeixen paraules com vespre i vespertino). Elles custodiaven aquest fruit preuat juntament amb Ladon, un Drakon, que alguns han descrit com un drac de cent caps i altres com una serp de llom vermellós.
Com tots els jardins mítics, estava situat en els confins dels confins, allà on s'acaben els mapes, com la gruta de les Gorgones o el país dels Hiperboris. Per a un grec, que tenia el seu centre del món al voltant de l'Egeu, el sol es ponia a la part més occidental del Mediterrani, aquella terra incògnita passat Cartago. Per això se situa l'arbre sagrat a la zona de l'Atles (la serralada que encara es coneix així, a l'actual Marroc) i les Hespèrides han estat anomenades nimfes de l'ocàs que canten en la seva llar a terres de ponent. En el quadre circular de l'anglès Lord Leighton tenim representada aquesta tríada femenina envoltant l'arbre. Ajagudes a terra, apareixen amb una actitud completament hedonista, en calma, el cos deixat anar, la roba ampla, els colors suaus (de poma?), la serp reptant pel tronc en espiral, la lira que ens il·lustra el seu cant, el mar al fons.
En el món hindú es parla d'una “regió suprema” (pradesha en sànscrit) on hi ha una font central i quatre rius que flueixen cap als quatre punts cardinals. Per als xinesos els rius són l'Oxus, l'Indo, el Ganges i el Nil, que brollen d'un lloc màgic comú, el llac dels dracs de la saviesa. Quatre rius estructuren també el jardí a l'islam i vuit portes són les que hi permeten l'accés. Hi ha hagut, doncs, una intuïció universal sobre l'existència d'un centre primordial únic, difícil de localitzar geogràficament perquè ens està parlant més aviat d'un estat (interior) que d'un punt concret en el mapa. Els monjos irlandesos van fer una analogia entre el sid (“túmul sobrenatural”) de l'antiga tradició celta i el paradís judeocristià, l'Edèn, on es repeteix la imatge de l'arbre, la poma i la serp, però aquest cop amb Adam i Eva. Aquells primers humans podrien haver estat feliços per sempre si no haguessin tingut la temptació de provar el fruit prohibit de l'arbre del saber, una història que va acabar amb l'expulsió fulminant i que va condemnar-nos a treballar eternament.
I a mesura que passen els anys, en una suposada societat democràtica, cada dia s'ha de treballar més per menys diners, amb menys drets, menys seguretat i amb cara de (falsa) alegria perquè tenir feina, a qualsevol preu, acaba sent un privilegi. Com no hem d'enyorar el paradís...
El paraíso interior
Primavera. Los días se alargan, las alergias se reactivan, las flores nos hacen mantener la esperanza en que, a pesar de todo, la naturaleza se abre paso. Y la publicidad se aprovecha de ese estado de ánimo y nos vende paraísos (artificiales?): hoteles de lujo, playas vírgenes, viajes exóticos y dietas milagrosas para llegar como es debido y con biquini nuevo. Porque, en el fondo, siempre estamos añorando aquel paraíso perdido. Todas las culturas lo han imaginado, un lugar lleno de maravillas donde los hombres eran felices, no se trabajaba y la naturaleza proveía.
Los griegos tenían el Jardín de las Hespérides, con un árbol central de manzanas doradas que convertían en inmortal a aquel que se las comía. Había sido un regalo de la madre tierra (Gea) a Hera por su boda con Zeus. Las Hespérides eran hijas de la noche. Héspero era la estrella nocturna –el planeta Venus visto por la tarde–, que para los romanos será Véspero (de aquí proceden palabras como vespertino). Ellas custodiaban ese fruto preciado junto con Ladon, un Drakon, que algunos han descrito como un dragón de cien cabezas y otros como una serpiente de lomo rojizo.
Cómo todos los jardines míticos, estaba situado en los confines de los confines, allá donde se acaban los mapas, como la gruta de las Gorgonas o el país de los Hiperbóreos. Para un griego, que tenía su centro del mundo alrededor del Egeo, el sol se ponía por la parte más occidental del Mediterráneo, aquella terra incógnita pasado Cartago. Por eso se sitúa el árbol sagrado en la zona del Atlas (la cordillera que todavía se conoce así, en el actual Marruecos) y las Hespérides han sido llamadas ninfas del ocaso que cantan en su hogar sobre tierras de poniente. En el cuadro circular del inglés Lord Leighton tenemos representada esta tríada femenina rodeando el árbol. Reclinadas en el suelo, aparecen con una actitud completamente hedonista, en calma, el cuerpo soltado, el drapeado vaporoso, los colores suaves (de manzana?), la serpiente reptando por el tronco en espiral, la lira que nos ilustra su canto, el mar de fondo.
En el mundo hindú se habla de una “región suprema” (pradesha en sánscrito) donde hay una fuente central y cuatro ríos que fluyen hacia los cuatro puntos cardinales. Para los chinos los ríos son el Oxus, el Indo, el Ganges y el Nilo, que brotan de un lugar mágico común, el lago de los dragones de la sabiduría. Cuatro ríos estructuran también el jardín al islam y ocho puertas son las que permiten su acceso. Ha habido, pues, una intuición universal sobre la existencia de un centro primordial único, difícil de localizar geográficamente porque nos está hablando más bien de un estado (interior) que no de un punto concreto en el mapa.
Los monjes irlandeses hicieron una analogía entre el sid (“túmulo sobrenatural”) de la antigua tradición celta y el paraíso judeocristiano, el Edén, donde se repite la imagen del árbol, la manzana y la serpiente, pero esta vez con Adán y Eva. Aquellos primeros humanos podrían haber sido felices para siempre si no hubieran tenido la tentación de probar el fruto prohibido del árbol del saber, una historia que acabó con una expulsión fulminante y que nos condenó a trabajar eternamente.
Y a medida que pasan los años, en una supuesta sociedad democrática, cada día se tiene que trabajar más por menos dinero, con menos derechos, menos seguridad y con cara de (falsa) alegría porque tener trabajo, a cualquier precio, acaba siendo un privilegio. Cómo no tenemos que añorar el paraíso...
El paraíso interior
Primavera. Los días se alargan, las alergias se reactivan, las flores nos hacen mantener la esperanza en que, a pesar de todo, la naturaleza se abre paso. Y la publicidad se aprovecha de ese estado de ánimo y nos vende paraísos (artificiales?): hoteles de lujo, playas vírgenes, viajes exóticos y dietas milagrosas para llegar como es debido y con biquini nuevo. Porque, en el fondo, siempre estamos añorando aquel paraíso perdido. Todas las culturas lo han imaginado, un lugar lleno de maravillas donde los hombres eran felices, no se trabajaba y la naturaleza proveía.
Los griegos tenían el Jardín de las Hespérides, con un árbol central de manzanas doradas que convertían en inmortal a aquel que se las comía. Había sido un regalo de la madre tierra (Gea) a Hera por su boda con Zeus. Las Hespérides eran hijas de la noche. Héspero era la estrella nocturna –el planeta Venus visto por la tarde–, que para los romanos será Véspero (de aquí proceden palabras como vespertino). Ellas custodiaban ese fruto preciado junto con Ladon, un Drakon, que algunos han descrito como un dragón de cien cabezas y otros como una serpiente de lomo rojizo.
Cómo todos los jardines míticos, estaba situado en los confines de los confines, allá donde se acaban los mapas, como la gruta de las Gorgonas o el país de los Hiperbóreos. Para un griego, que tenía su centro del mundo alrededor del Egeo, el sol se ponía por la parte más occidental del Mediterráneo, aquella terra incógnita pasado Cartago. Por eso se sitúa el árbol sagrado en la zona del Atlas (la cordillera que todavía se conoce así, en el actual Marruecos) y las Hespérides han sido llamadas ninfas del ocaso que cantan en su hogar sobre tierras de poniente. En el cuadro circular del inglés Lord Leighton tenemos representada esta tríada femenina rodeando el árbol. Reclinadas en el suelo, aparecen con una actitud completamente hedonista, en calma, el cuerpo soltado, el drapeado vaporoso, los colores suaves (de manzana?), la serpiente reptando por el tronco en espiral, la lira que nos ilustra su canto, el mar de fondo.
En el mundo hindú se habla de una “región suprema” (pradesha en sánscrito) donde hay una fuente central y cuatro ríos que fluyen hacia los cuatro puntos cardinales. Para los chinos los ríos son el Oxus, el Indo, el Ganges y el Nilo, que brotan de un lugar mágico común, el lago de los dragones de la sabiduría. Cuatro ríos estructuran también el jardín al islam y ocho puertas son las que permiten su acceso. Ha habido, pues, una intuición universal sobre la existencia de un centro primordial único, difícil de localizar geográficamente porque nos está hablando más bien de un estado (interior) que no de un punto concreto en el mapa.
Los monjes irlandeses hicieron una analogía entre el sid (“túmulo sobrenatural”) de la antigua tradición celta y el paraíso judeocristiano, el Edén, donde se repite la imagen del árbol, la manzana y la serpiente, pero esta vez con Adán y Eva. Aquellos primeros humanos podrían haber sido felices para siempre si no hubieran tenido la tentación de probar el fruto prohibido del árbol del saber, una historia que acabó con una expulsión fulminante y que nos condenó a trabajar eternamente.
Y a medida que pasan los años, en una supuesta sociedad democrática, cada día se tiene que trabajar más por menos dinero, con menos derechos, menos seguridad y con cara de (falsa) alegría porque tener trabajo, a cualquier precio, acaba siendo un privilegio. Cómo no tenemos que añorar el paraíso...
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada