El tacón de aguja repicaba sobre el suelo mojado. Había llovido toda la tarde. Era lo que más aborrecía de esa ciudad, las incesantes visitas de la lluvia que no respetaban ninguna estación del año. Se tuvo que poner de nuevo la gabardina, atada fuerte a la cintura. En el último momento había agarrado con desgana la bufanda lanosa para enroscársela al cuello. Esa humedad recalcitrante se calaba sin piedad hasta los huesos y te irritaba enseguida la garganta. A pesar de estar sólo a unas pocas manzanas había cogido un taxi. No quería arriesgarse a llegar con el dedo pequeño del pie izquierdo insensible. Se había apeado en Kensington Road y se enfiló a pie por la calle solitaria que conducía al hotel. Luces en hilera tintineaban en los charcos. Las farolas antiguas recordaban el aire señorial que había tenido ese barrio de diplomáticos. Caminaba segura, imponiendo su ritmo al silencio de la noche. Un zapato alto y un vestido negro eran sus aliados. A veces se lamentaba de no haber nacido en otra época, cuando las mujeres iban vestidas de mujeres y los escotes eran algo insinuante. Estaba convencida de que habría encajado mejor. Los hombres se rendían ante las curvas contundentes de Anna Magnani o Silvana Mangano. Después llegaron los Beatles y se estropeó todo. La escualidez empezó a devorarnos. Al empujar la puerta de cristal, el aire le devolvió su propio perfume. Prefería un hotel escondido y discreto como ese, a los grandes rascacielos con vestíbulo de nave espacial y diseño de última generación. Se aproximó al mostrador. Última planta.Extracte del conte "Kensington"
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